PRÁDANOS, ARANTZA
Las Antillas. El Caribe. Una fantasía bañada en aguas turquesas, rayos de sol y ecos de percusión a la sombra de palmeras. El sueño luminoso de las vacaciones perfectas para pálidos occidentales. La fanfarria alegre y hedonista bajo la que palpita una región surcada de cicatrices. El paraíso turístico se ve de otra manera lejos de la tumbona. Mochila al hombro, toca lidiar con transportistas locos, mosquitos del zika y moscones de otro género. Y si todo viaje necesita faro y guía, ¿por qué no el ron? Omnipresente, identitario, destilado con sangre y lágrimas negras, fogueado en los siete mares como bebida de lobos de mar. Caribe español, inglés, francés, holandés, no hay isla que no se proclame patria del mejor ron. Doblar esquinas del pasado y seguir el rastro de la caña de azúcar, la huella viscosa de la esclavitud por viejas haciendas, plantaciones, destilerías y bares. Perderse en lo inesperado. Esquivar volcanes airados. Por el camino, los restos de gloria y decadencia de un imperio en el que no se ponía el sol se cruzan con La isla del tesoro y Moby Dick, la cuba mortuoria de Horacio Nelson, y caníbales y piratas en el Nuevo Mundo. El botín merece la pena.